martes, 27 de octubre de 2009

DESTINO


Me desperté en mitad de la noche, sobresaltada, con la sensación de que una tormenta descomunal se quería llevar mi casa por delante. Poco a poco, a medida que mi mente empezó a tomar consciencia de mi vuelta a la realidad, me di cuenta de que estaba equivocada. El ruido que me había despertado nada tenía que ver con ningún fenómeno meteorológico. Alguien estaba llamando a mi balcón. Era algo extraño sí, pero lo más sorprendente es que vivo en un quinto piso.

Toc, toc , toc. Toc toc toc. El que picaba, lo hacía a través de la persiana, así que yo no podía ver absolutamente nada ni a nadie. Estuve unos minutos esperando a que parara, con los ojos como platos, sentada en mi cama, con mi camisón blanco de lino. Toc, toc, toc. Toc, toc, toc. Los golpecitos seguían y pronto entendí que no pararían hasta que subiera la persiana.

Me armé de valor y me acerqué hacia el cristal. Los golpes cesaron. Con las manos temblorosas, mezcla miedo y curiosidad, fui girando lentamente el mecanismo que hacía subir las persianas. A mitad de camino me detuve y me arrodillé para investigar, esperando que al otro lado apareciera la silueta de unas piernas extrañas. Nada. Reanudé la subida, extrañada. Segundos después, tras un suave "clac", la persiana quedó totalmente enrollada y mi sorpresa fue mayúscula cuando descubrí que al otro lado de la ventana no había nadie. Pero no me había vuelto loca. Escritas sobre el vaho del cristal se podían leer claramente cuatro intrigantes letras que me saludaban: HOLA.

Abrí la puerta del balcón, rápido. El frío me asaltó en la cara, en el cuello, en los brazos. Miré a los lados, pero no vi nada. Estuve ahí, temblando, unos minutos, hasta que decidí volver a entrar y quedarme sentada en la cama, con la persiana subida y la luz apagada, esperando a mi visitante misterioso.

Pasaron varios minutos, tantos que incluso llegué a creer que todo había sido un sueño o que me estaba volviendo loca por instantes. De repente volví a escuchar un suave ruido en el cristal, como si alguien estuviera intentando arañarlo. Mis ojos, que ya se habían acostumbrado a la oscuridad, casi se me salen de las órbitas cuando, al girar la cabeza hacia la ventana, descubrí que un misterioso dedo invisible estaba escribiendo de nuevo sobre el vaho de cristal desde el otro lado de la ventana, justo debajo de donde minutos antes, como por arte de magia, había aparecido aquel misterioso saludo.

"Quédate en casa mañana", escribió el dedo invisible. ¿Cómo? No entendía nada. Me quedé sentada mirando escrito durante segundos, minutos, horas. Paró de llover. El Sol empezó a inundar el balón de luz, pero aunque el dedito no regresó, las letras se quedaron grabadas: "Quédate en casa mañana". A las 8 sonó el despertador, y yo, automáticamente, me quité mi camisón y saqué ropa limpia del armario. Tenía que ir a trabajar.


Me vestí deprisa y me preparé una taza de café muy caliente. La misma rutina de siempre. Sólo al coger las llaves de casa y abrir la puerta para salir a la calle volví a recordar las palabras de advertencia que aquel desconocido y misterioso dedo había escrito en el cristal la noche anterior. Parecía todo un sueño. Durante la noche todo había sido muy intenso, casi real. Ahora, la luz del día parecía devolver la normalidad a mi mundo. Dudé un segundo, algo en mi interior me decía que tal vez debería quedarme en casa. Pero no lo hice.







Estaba esperando el metro, soñolienta, cuando un mendigo se sentó a mi lado. No le miré, solo sentí su olor. Tenía mucho sueño. "-Deberías hacer caso de los mensajes que te llegan. Vuelve a casa. Aún estás a tiempo", dijo. Mi giré rápidamente "-¿Perdón?". Y él: "¿Perdón qué?". Yo: "¿Qué ha dicho?". Mendigo: "-Yo no he dicho nada". Me levanté sobresaltada y me marché. Salí de la oscuridad del metro y me encaminé hacia casa, decidida.



Aquello ya no era normal, si es que se podía decir que hubiera habido normalidad en algún momento de las últimas horas. La situación había superado con creces el límite de lo que mi mente podía soportar pero estaba segura que fuera lo que fuera lo que estaba ocurriendo, algo o alguien estaba tratando de advertirme. Llegué a casa casi sin darme cuenta, como si estuviera inmersa en un profundo trance, sentía que la cabeza me iba a estallar de un momento a otro. Al llegar al rellano de la escalera me detuve. Saqué la llave del bolso de mano y abrí la puerta con sigilo, esperando encontrarme, como mínimo, la casa patas arriba. Pero lo único que encontré fue una tranquilidad tan absoluta que casi me molestaba. Instintivamente corrí todas las cortinas, esperando leer un nuevo mensaje oculto en alguno de los cristales. Nada. La literatura de mi dedo imaginario se había acabado. O, por lo menos, eso es lo que yo creía .



Me senté en la cama. Esperé. De repente, oí un horrible estruendo que venía de todas partes y que lo llenaba todo. Mi casa se movía. No fui capaz de levantarme de la cama para ver lo que sucedía. Estaba paralizada. El ruido seguía y se mezclaba con el de grandes corrientes de agua. Sentada, desde mi cama, vi aparecer flotando, coches, árboles, personas. El agua se los llevaba, lo arrancaba todo con una fuerza descomunal. Pero el nivel de flotación estaba justo por debajo de mi piso. Yo estaba salvada. Los demás no.



Pasaron días hasta que me atreví a salir de casa y ver en qué se había convertido mi calle, mi ciudad, mi mundo. Y todavía me pregunto de quién sería aquel dedito que me avisó por el balcón.