viernes, 19 de junio de 2009

COULROFOBIA


"Nunca me han gustado los payasos", se escuchó decirse a sí mismo, casi en un suspiro. Jamás supo por qué, pero lo cierto era que ya de niño, mientras el resto de sus amigos se reía con sólo verlos, con aquellas carcajadas sinceras que sólo brotan cuando la vida aún no le ha robado al alma ni una sola gota de felicidad, él jamás consiguió esbozar ni siquiera una leve sonrisa en su presencia.

En aquellos años les tenía un miedo atroz, irracional, descontrolado. Era tal la aversión que sentía hacia esos hombres de cara pintada y nariz roja que muchas noches se despertaba gritando, empapado en sudor, después de haber soñado que un ejército de arlequines se acercaba a él emitiendo un sonoro estruendo de risas horribles. Él estaba en el centro, sin escapatoria, y se despertaba en el momento en el que varios de ellos ya tenían sus manos blancas sobre su cuerpo. Esa pesadilla se repetía constantemente.

Con el paso de los años la sensación de pánico al despertar se había ido incrementando, pero aún así nunca había sido capaz de contar a nadie el porqué de sus constantes pesadillas. Ni su madre en el pasado ni su mujer ahora, que eran quienes junto él habían sufrido cada espasmo, cada grito ahogado en mitad de la noche, habían podido adentrarse en su secreto. Él quería hacerlo, necesitaba expresar su miedo con palabras, pero se avergonzaba demasiado de sí mismo.

Allí, de pie junto al espejo, en la penumbra del cuarto de baño, se daba cuenta de que no podía seguir viviendo así, su mundo empezaba a desmoronarse y con él caía también su mente.

Dicen que lo mejor para curar una fobia es enfrentarse a ella. Así que pensó que eso es lo que debía hacer. Recrearía su pesadilla haciéndola más horrible todavía: él mismo se vestiría de payaso. Contrataría a una veintena de arlquines y les explicaría exactamente lo que tenían que hacer: rodearle, riendo bien fuerte, y acercarse a él lentamente hasta tocarle, abrazarle, estrujarle. No debían apartarse ni aunque él lo suplicara. Y así estarían varios minutos. Si no moría de un infarto, acabaría curándose.

Ya llegaban, podía oír sus risas a lo lejos, expectantes, ansiosas, llenándolo todo. Tenía que darse prisa, no debía hacerles esperar. Al fin y al cabo habían venido por él.

Se enfundó la peluca azul y terminó de ajustarse aquella odiosa y blanda nariz roja. Cada vez que lo hacía recordaba el momento en que se sintió preso por los centenares de brazos de aquel enjambre de arlequines enloquecidos. Por un instante revivió el miedo descontrolado, el odio, la rabia, la impotencia de saber su lucha perdida contra aquel abrazo arlequinado. Revivió el instante en el que el pánico le paró el corazón y la broma pesada que le gastó la muerte al no querer llevárselo con ella para siempre. Recordó, una vez más, cómo al volver a la vida ya se había convertido en uno de ellos.

Se miró de nuevo al espejo y el reflejo le devolvió la imagen de un auténtico payaso. Un escalofrío le recorrió todo el cuerpo. Era la hora de salir al escenario.

jueves, 11 de junio de 2009

LA ESTATUA DEL PARQUE

Sentado en su banco seguía mirando hacia adelante. Estaba muy quieto, casi rígido. Como siempre en realidad. Pero ese día había algo diferente en su inactividad, en su no hacer nada, en su estar sentado siempre ahí para ver pasar el mundo por delante.

Cualquiera de sus habituales compañeros de tarde hubiera pensado que aquella era tan sólo una tarde más. El mismo traje arrugado, los mismos zapatos viejos, la misma raya trazada con exactitud casi milimétrica sobre su cada vez más escaso pelo negro. La misma mirada perdida, ausente, clavada en la puerta de madera que daba acceso al patio. Pero aquella no era una tarde más, jamás lo sería, porque, por segunda vez en su vida, había vuelto a soñar con ella.

La primera fue hace más de 10 años, pero él lo recordaba como si lo hubiera vivido hoy mismo. Y lo rememoraba durante sus largas horas inmóviles. La segunda había llegado por sorpresa y aún le tenía sobrecogido, ya que no estaba acostumbrado a sus visitas, ni siquera en sueños.

Casi sin quererlo, su mente volvía abrir una y otra vez aquella puerta y, una y otra vez, ella se dejaba ver entre las sombras, ataviada con el mismo vestido blanco, sonriendo. Tras aquel primer sueño ella le había secuestrado la vida, la había descuartizado y la había convertido, para siempre, en el sucedáneo triste y descafeinado que era ahora. Y, de nuevo ella había vuelto. Fugaz, esquiva, como si, una vez más, no quisiera interrumpir la nocturna secuencia de imágenes. Llevaba años esperando aquel segundo encuentro, era cierto, pero ahora que se había producido tenía miedo, mucho miedo. Estaba aterrado.

Ese fue el motivo por el cual había decidido quedarse sentado en su banco. A partir de entonces se quedaría allí, porque de esa manera ella no volvería a aparecer, ni siquier en sueños. Estaba en lugar seguro. Se quedaría despierto para siempre. Con los ojos abiertos, mirando hacia adelante, con el mismo traje arrugado y los mismos zapatos viejos.

Su cuerpo se iría cubriendo de polvo. Las hojas le caerían encima y algunas palomas que merodeaban a su alrededor harían de él su casa. Así pasaría sus últimos años. Despierto, paralizado. Pero tranquilo. Sintiendo un frío que se le iba colando día a día por cada pliegue de su piel. Y así, ella se quedaría siempre lejos, sin poder acercarse él. Y así, él encontró una manera de huir estando quieto.