martes, 25 de agosto de 2009

NOCHE

Cada noche, cuando todos estan durmiendo, me visto y salgo a la calle. Suelo hacerlo a eso de las 2 y regreso sobre las 7. Es que yo nunca duermo. No me hace falta, y tengo que decir que esas horas son las mejores para estar fuera.

Me gusta la noche. Siempre me ha gustado. Recuerdo que de niña, después de que la hermana Sofía apagara las luces de la gran sala que hacía las veces de dormitorio del sucio y maloliente orfanato en el que alguien había decidido encarcelar mi infancia, solía pasarme las horas imaginando historias en las sombras que la escasa luz que se colaba por la ventana proyectaba sobre la pared.

Ahora, ya mayor, ya no imagino las historias sino que las vivo. Ya no me quedo tras la ventana, la traspaso. Salgo al Mundo y, en la oscuridad, veo todo lo que no encuentro a plena luz del día. Esta noche pasada, mientras deambulaba por los jardines del Palacio Real, me he encontrado con un roedor llamado Firmin.

Al principio, el bichejo me pareció una rata de cloaca cualquiera, pero pronto me di cuenta de que aquel animal me miraba fijamente, como si de algún modo supiera que yo podía comunicarme con él. Entonces, mientras aún me preguntaba si aquel mínusculo individuo era o no uno de esos seres especiales con los que solía toparme habitualmente durante mis interminables madrugadas en vela, él se acercó muy despacio a mí, olisqueó cuidadosamente las puntas de los dedos de mis pies y, sin dejar de mirarme a los ojos, se irguió sobre sus patas traseras y me dijo: "perdone, señorita, pero apuesto cien quesos suizos a que usted y yo nos hemos visto antes".

Me froté los ojos, porque aunque supiera que podía comunicarme con ella, nunca antes había hablado con una rata. "Eres muy educada", le dije. "Muchas gracias", contestó. "No sé si nos hemos visto antes, es posible, pero es que para mí todas las ratas son casi iguales, así que no sé si sabría diferenciarte de otra", añadí. "Seguro que sí, tengo algo que me diferencia del resto, señorita traspasaventanas", dijo. Y a continuación pasó algo que todavía me pone los punta cuando lo recuerdo.

"No te asustes", me soltó y, casi sin darme tiempo a preguntar de qué, ante mi atónita mirada, aquella rata fue poco a poco dejando de ser rata. Sus extremidades comenzaron a estirarse como si fueran de goma, su cola desapareció como por arte de magia y el tamaño de su cuerpo aumentó exponencialmente hasta acerme creer que aquella masa ingente de carne iba a reventar de un momento a otro. La imagen era grotesca, casi vomitiva, pero en cuestión de un par de minutos, todo cambió y, ante mí, apareció una chica de aproximadamente mi edad, completamente desnuda, sonriéndome. Aún con la boca abierta por la sorpresa, no tuve ninguna duda en reconocer a la hermana Sofía, exactamente igual que la recordaba. No había envejecido ni un ápice. Entonces me habló:

"Siempre te ha gustado volar de noche. Desde que eras pequeña. Recuerdo como se te apagaba la mirada cada vez que corría las cortinas. Pero tenía que hacerlo. De esa manera, en la oscuridad, me convierto en roedor. Y ahora tú puedes elegir en qué animal quieres convertirte. Solo tienes que repetirlo tres veces. Ahora tengo que irme, pero espero que sepas elegir bien y que no te guíes por las convenciones sociales".

Me quedé muda. Hacía mucho que gracias a mis salidas nocturnas había descubierto que la realidad no tiene nada que ver con lo que explican a la gente en los colegios, pero poder elegir cambiar mi apariencia física según mi voluntad se me antojaba, hasta ese momento, un acontencimiento extaordinario.

A pesar de mi gigantesco asombro, desde el mismo instante en que la hermana Sofía terminó su discurso y tuve la certeza de que algo así era posible, tuve claro en qué animal iba a convertirme.
"Búho", susurré. Una, dos, tres veces. Y apreté muy fuerte los ojos...

miércoles, 12 de agosto de 2009

OJOS VERDES

Soy calvo, flácido y de piel blancuzca. Mi madre dice que no sabe cómo puedo haber salido tan feo. Sin embargo tengo cierto éxito entre las mujeres. El otro día, una chica me peguntó la hora en el metro. No era especialmente guapa pero el intenso verde de sus ojos rebosaba fuerza y vitalidad a partes iguales. Dudo que tuviera más de veinte años. Al cruzarme con su mirada me sentí inmediatamente atrapado, había algo en ella que me atraía como un imán. Decidí tentar a la suerte.

- ¿Qué hora quieres que sea?-, respondí, -podría hacer avanzar o retroceder el tiempo para ti si quisieras.
- ¿Ah, sí? - sonrió ella divertida. -¿Y cómo harías eso?
- Necesitaria un café y un donut para que lo entiendieras -.

No me dio tiempo a acabar la frase y la tía me había dado un buen tortazo. Balbucecé.
-No entiendo nada.- dije yo.
-¡¿Por qué tiene que ser un donut?!-. dijo ella.
-Si quieres puede ser una palmera-. contesté, temeroso.

Puso cara de cabreo y, a los dos segundos, me sonrió de manera más dulce que nadie me había sonreído hasta entonces. Entonces me di cuenta de que no estaba muy fina.

-¿Follamos?- me soltó a bocajarro, como quien pregunta cuando pasará el siguiente tren. - Me he levantado con ganas de echar un buen polvo y tú pareces un buen candidato para deshagorme-.

Me quedé blanco. Por un momento mis neuronas se estrujaron al máximo, sin éxtio, para balbucear alguna frase con sentido. Estaba loca. Eso era evidente, pero también es cierto que era yo quien había querido resoplar primero en una nuca ajena. Tal vez el camino elegido por mí para conseguirlo hubiera sido algo menos directo, pero al fin y al cabo el objetivo era el mismo.

-Bah, bue.. es...Vale...-, atinó a decir mi entrepierna antes que mi cerebro.
-¿Pero te lo has creído? O sea, encima de feo, calvo y blancuzco, eres un pringao.
-Bah, bue...es... sí, soy un pringao-, solté.
-En fin, me bajo ya. Ha sido un placer conocerte, pero... ¡no me has dicho la hora!
-Las diez y diez-, murmuré. Pero el pitido de advertencia de que se cerraban las puertas impidió que ella oyera mis palabras. -Para ti siempre serán las diez y diez -, repetí, justo en el instante en el que el chasquido de mis dedos detenía por completo el tiempo.

Al verla allí, inmóvil, de pie sobre el andén, casi sentí pena por ella. Sus preciosos ojos verdes seguían intensamente vivos, mirándome fijamente, suplicándome. Era como si de algún modo supieran que aquella era la última vez en la que el mundo que conocían se reflejaba en ellos.

Bajé lentamente del vagón, dejando atrás a los petrificados pasajeros, que a mi paso parecían haberse convertido en simples estatuas de cera. Me acerqué a ella despacio. Ni siquiera sabía su nombre. Solía repetirlo después de hacerles el amor, instantes antes de poseer su alma, pero esta vez sería distinto. Porque ella era distinta.

Le acaricié suavemente el pelo y, al rozar su piel, sus ojos verdes se volvieron opacos, como de cristal.

En unos segundos el tiempo volvería a fluir imperturbable, eterno, pero nosotros ya habríamos desaparecido y nadie iba a recordarnos. Lloré mientras la besaba. Mientras lo hacía sentí que, de haberla tenido, me hubiera dolido el alma.