jueves, 11 de junio de 2009

LA ESTATUA DEL PARQUE

Sentado en su banco seguía mirando hacia adelante. Estaba muy quieto, casi rígido. Como siempre en realidad. Pero ese día había algo diferente en su inactividad, en su no hacer nada, en su estar sentado siempre ahí para ver pasar el mundo por delante.

Cualquiera de sus habituales compañeros de tarde hubiera pensado que aquella era tan sólo una tarde más. El mismo traje arrugado, los mismos zapatos viejos, la misma raya trazada con exactitud casi milimétrica sobre su cada vez más escaso pelo negro. La misma mirada perdida, ausente, clavada en la puerta de madera que daba acceso al patio. Pero aquella no era una tarde más, jamás lo sería, porque, por segunda vez en su vida, había vuelto a soñar con ella.

La primera fue hace más de 10 años, pero él lo recordaba como si lo hubiera vivido hoy mismo. Y lo rememoraba durante sus largas horas inmóviles. La segunda había llegado por sorpresa y aún le tenía sobrecogido, ya que no estaba acostumbrado a sus visitas, ni siquera en sueños.

Casi sin quererlo, su mente volvía abrir una y otra vez aquella puerta y, una y otra vez, ella se dejaba ver entre las sombras, ataviada con el mismo vestido blanco, sonriendo. Tras aquel primer sueño ella le había secuestrado la vida, la había descuartizado y la había convertido, para siempre, en el sucedáneo triste y descafeinado que era ahora. Y, de nuevo ella había vuelto. Fugaz, esquiva, como si, una vez más, no quisiera interrumpir la nocturna secuencia de imágenes. Llevaba años esperando aquel segundo encuentro, era cierto, pero ahora que se había producido tenía miedo, mucho miedo. Estaba aterrado.

Ese fue el motivo por el cual había decidido quedarse sentado en su banco. A partir de entonces se quedaría allí, porque de esa manera ella no volvería a aparecer, ni siquier en sueños. Estaba en lugar seguro. Se quedaría despierto para siempre. Con los ojos abiertos, mirando hacia adelante, con el mismo traje arrugado y los mismos zapatos viejos.

Su cuerpo se iría cubriendo de polvo. Las hojas le caerían encima y algunas palomas que merodeaban a su alrededor harían de él su casa. Así pasaría sus últimos años. Despierto, paralizado. Pero tranquilo. Sintiendo un frío que se le iba colando día a día por cada pliegue de su piel. Y así, ella se quedaría siempre lejos, sin poder acercarse él. Y así, él encontró una manera de huir estando quieto.

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