miércoles, 12 de agosto de 2009

OJOS VERDES

Soy calvo, flácido y de piel blancuzca. Mi madre dice que no sabe cómo puedo haber salido tan feo. Sin embargo tengo cierto éxito entre las mujeres. El otro día, una chica me peguntó la hora en el metro. No era especialmente guapa pero el intenso verde de sus ojos rebosaba fuerza y vitalidad a partes iguales. Dudo que tuviera más de veinte años. Al cruzarme con su mirada me sentí inmediatamente atrapado, había algo en ella que me atraía como un imán. Decidí tentar a la suerte.

- ¿Qué hora quieres que sea?-, respondí, -podría hacer avanzar o retroceder el tiempo para ti si quisieras.
- ¿Ah, sí? - sonrió ella divertida. -¿Y cómo harías eso?
- Necesitaria un café y un donut para que lo entiendieras -.

No me dio tiempo a acabar la frase y la tía me había dado un buen tortazo. Balbucecé.
-No entiendo nada.- dije yo.
-¡¿Por qué tiene que ser un donut?!-. dijo ella.
-Si quieres puede ser una palmera-. contesté, temeroso.

Puso cara de cabreo y, a los dos segundos, me sonrió de manera más dulce que nadie me había sonreído hasta entonces. Entonces me di cuenta de que no estaba muy fina.

-¿Follamos?- me soltó a bocajarro, como quien pregunta cuando pasará el siguiente tren. - Me he levantado con ganas de echar un buen polvo y tú pareces un buen candidato para deshagorme-.

Me quedé blanco. Por un momento mis neuronas se estrujaron al máximo, sin éxtio, para balbucear alguna frase con sentido. Estaba loca. Eso era evidente, pero también es cierto que era yo quien había querido resoplar primero en una nuca ajena. Tal vez el camino elegido por mí para conseguirlo hubiera sido algo menos directo, pero al fin y al cabo el objetivo era el mismo.

-Bah, bue.. es...Vale...-, atinó a decir mi entrepierna antes que mi cerebro.
-¿Pero te lo has creído? O sea, encima de feo, calvo y blancuzco, eres un pringao.
-Bah, bue...es... sí, soy un pringao-, solté.
-En fin, me bajo ya. Ha sido un placer conocerte, pero... ¡no me has dicho la hora!
-Las diez y diez-, murmuré. Pero el pitido de advertencia de que se cerraban las puertas impidió que ella oyera mis palabras. -Para ti siempre serán las diez y diez -, repetí, justo en el instante en el que el chasquido de mis dedos detenía por completo el tiempo.

Al verla allí, inmóvil, de pie sobre el andén, casi sentí pena por ella. Sus preciosos ojos verdes seguían intensamente vivos, mirándome fijamente, suplicándome. Era como si de algún modo supieran que aquella era la última vez en la que el mundo que conocían se reflejaba en ellos.

Bajé lentamente del vagón, dejando atrás a los petrificados pasajeros, que a mi paso parecían haberse convertido en simples estatuas de cera. Me acerqué a ella despacio. Ni siquiera sabía su nombre. Solía repetirlo después de hacerles el amor, instantes antes de poseer su alma, pero esta vez sería distinto. Porque ella era distinta.

Le acaricié suavemente el pelo y, al rozar su piel, sus ojos verdes se volvieron opacos, como de cristal.

En unos segundos el tiempo volvería a fluir imperturbable, eterno, pero nosotros ya habríamos desaparecido y nadie iba a recordarnos. Lloré mientras la besaba. Mientras lo hacía sentí que, de haberla tenido, me hubiera dolido el alma.

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